Violencias que reviven el pasado
- Rodolfo Terragno
- 25 nov 2021
- 3 Min. de lectura
El estallido de las bombas fue un eco del pasado. Fue como oír los ruidos de
aquellas otras bombas que, décadas atrás, procuraban extinguir o amedrentar a
quienes pensaban distinto.

Las llamas y los chasquidos hacían temer que el atentado fuera una forma
de iniciar la siembra de miedos. Acaso esos anacrónicos molotov, usados contra
un diario independiente, no fueran un hecho aislado.
Más allá del indigno intento de limar la libertad de prensa, lo grave sería el
resurgimiento de la violencia organizada.
La Argentina ha padecido demasiada violencia como para pasar por alto
este hecho.
Sufrimos la violencia de quienes creían que, a través la lucha armada, se
llegaría a una sociedad ideal. Y la de gobiernos que, para hacerlos desaparecer,
recurrieron al terrorismo de estado.
Fue un tiempo de odios. De odios homicidas.
En democracia, evitar la proliferación de la violencia es, ante todo,
responsabilidad de gobernantes y dirigentes políticos.
No es sensato atarles las manos a las fuerzas policiales, ni es aceptable
eximirlas de control, dejando que cometan excesos por las suyas.
Por otra parte, es un crimen declarar una guerra política. Las diferencias,
por profundas que sean, deben dirimirse pacífica y racionalmente.
La violencia se atrinchera en las grietas.
Esas grietas que se ensanchan al haber políticos que se agravian los unos a
otros con palabras lacerantes. O que intercambian imputaciones graves y falsas.
O que deforman aviesamente los hechos. O que se tiran muertos de una
jurisdicción a la otra otra, para echarse las culpas de homicidios.
El insulto no puede sustituir al diálogo.
La intolerancia, la desmesura y la violencia verbal de los de arriba aviva
malsanos sentimientos en algunos de quienes están abajo, y los impulsa a actos
violentos contra el “enemigo”.
También induce a la violencia un estado que se ata las manos frente al
incumplimiento de las leyes.
La época negra de los 70 provocó, tras la restauración democrática, una
reacción desproporcionada: distintos sectores sociales se oponen a la represión
legal de la delincuencia, porque la identifican con la represión brutal de la
dictadura.
Esto paraliza al estado, haciendo que, así no lo quiera, otorgue impunidad
a violación de la ley.
Sin duda, lo que ocurre en Río Negro y Chubut pone a la autoridad en
serias dificultades. No es fácil controlar los movimientos de una comunidad como
la mapuche, dentro de la cual milita una minoría que recurre a la violencia y
realiza ataques imprevisibles.
Sin embargo, el estado no puede caer en un falso dilema: matar o
consentir. Debe hacer, de la manera más sagaz y efectiva, que las leyes se
cumplan. Es harto difícil, pero se hará imposible si desde esferas oficiales se avala
el incumplimiento o se lo protege mediante leyes supuestamente provisorias. O si
no se unifican los esfuerzos de nación, provincias y municipios.
Los legítimos descendiente de los mapuches originarios creen defender un
derecho, pero no son una fuerza de choque. Contener a los violentos y negociar
con la comunidad es una posibilidad con chances de resolver el problema. El
estado tiene siempre recursos para compensar ciertos reclamos.
No intentarlo es provocar un enfrentamiento de mapuches con el resto de
la población, que puede traducirse en violencia recíproca. La “justicia por la
propia mano” ya tuvo esta semana una inquietante manifestación. Después de
que los violentos incendiaran casas y comercios, innominados vecinos asesinaron
un chico mapuche y malhirieron a otro.
Mahatma Gandhi alertaba que el “ojo por ojo” deja a todos ciegos.
La ceguera política lleva a penurias colectivas. Las dictaduras militares y
los gobiernos despóticos llegan siempre para “poner orden”, y lo que hacen es
estatizar la violencia.
La defensa de la paz y la democracia exige que no se deje germinar la
violencia. Que no se desdeñen las bombas contra un diario independientes. Que
no se ignoren los incendios.
Y hay, todavía, algo más complejo que ha desbaratado a gobiernos de
distintas partes del mundo: el narcotráfico, que aquí depreda Rosario.
A principios del siglo pasado, cuando en Chicago reinaba Al Capone, en
Rosario imperaban violentos personajes que, escondidos bajo folklóricos
pseudónimos como “Chico Grande” y “Chicho Chicho Chico”, convirtieron a
Rosario en “la Chicago argentina”.
Al narcotráfico no se lo combate con balas sino con acciones de
inteligencia, con policías especializadas y con la cooperación de distintas
jurisdicciones y fuerzas políticas.
Sentar que una disfunción social es un “problema de otro” (y, peor aun,
usar los fracasos temporales de ese “otro” para hostigarlo políticamente) es una
forma de consolidar la ilegalidad y la violencia.
No basta con repudiar el atentado contra Clarín, lamentarse por los
sucesos del sur y alarmarse por el mal rosarino.
Son todas simientes de árboles perversos, que amenazan con convertirse
en foresta. Frustrar su crecimiento requiere acciones solidarias e inmediatas.
La paz no admite grietas.
Rodolfo Terragno
Desde que leí su libro Argentina siglo XXI,siempre admire su visión ,sus respuestas al futuro que tan bien podríamos haber aprovechado, y mire usted ,hoy donde estamos.